por Eugenio Sejó
La otra noche, haciendo un esfuerzo sobrehumano por abandonar la inercia Netflix —gracias a la cual nos condenamos al mal cine, a las series de narcotráfico y a las grandes producciones distópicas—, decidí desempolvar un VHS que tenía olvidado en un viejo cajón y ver, por qué no, Citizen Kane. Todavía durante el bachillerato aspiré a cinéfilo culto, y me contaba entre los parroquianos de la Cineteca Nacional, con esos diecisiete años que son siempre una arcadia, un despertar al mundo y un recorrer maravillado las aceras más polvosas.
En aquellas salidas, además de haber visto un puñado de estrenos europeos y mexicanos y un par de películas clásicas, conocí algunos afectos de algunas pocas. Como mi casa estaba absolutamente vedada (mi padre trabajaba ahí) y ella siempre vivió muy lejos o simplemente no lo propuso, como no había dinero para ningún hotel y además hubiera resultado inelegante y demasiado directo, entonces era apersonarse después de clases en una pulquería atrabiliaria de Centenario (las pulquerías empezaban a ponerse de moda entre la clase media y supuestamente ilustrada) en la que casi siempre terminabas hablando de Ruizpalacios o de Bolaño, de un maestro francamente intolerable o de los crímenes de Ayotzinapa. Después, se trataba de seleccionar con fingido interés la peor opción de la cartelera. Los documentales no eran malas alternativas, mas había que tener cuidado, porque cuando proyectaban una cinta de feminismo o prostitución, entonces, como un corolario fatal, una tensión inclasificable terminaba por arruinar la velada, las cosas se ponían incómodas y habían sido cien pesos desperdiciados en una tarde cualquiera. Luego y rutinariamente, tras un rejuego de diversas temperaturas y sabores, sin saber cómo ya me encontraba subiendo con discreción hacia la azotea del estacionamiento. Un influjo misterioso, una ósmosis cinematográfica me hizo adoptar indefectiblemente una actitud de extrema caballerosidad, cual si fuera Gary Cooper o Rock Hudson. Arriba, el paisaje era fenomenal: se distinguía el Ajusco —como en La sombra del caudillo—, las luces de Cuauhtémoc; también se veía una vecindad indigna justo al lado del complejo.
Pero la otra noche, lejos de esa apasionada juventud, de las pulquerías, los cigarros, del nerviosismo de irte deslizando en la sala a oscuras hasta sentir la tibieza de su aliento en el rostro e intuir que ese brillo era una mirada cómplice, saqué la reproductora de videos y en cuestión de dos horas había visto aquella que, según numerosas listas —rankings—, es la mejor película estadounidense del siglo XX. A continuación, algunas observaciones sobre ella. (Creo que consignar por escrito mi opinión es relevante en estos tiempos en los que Trump llegó al poder y en que es imposible negar que la modernidad y la posmodernidad están en crisis, que la carrera del hombre ha sido un disparatado sucidio, que la vida, así como la vivimos, no tiene el menor sentido.)
La primera secuencia de Citizen Kane es un recuento biográfico de Charles Foster Kane, un extravagante millonario, magnate de los diarios, quien, según nos dice uno de los protagonistas, "todo lo consiguió y todo lo perdió". Vemos en pantalla un reporte periodístico que se hace a su muerte: Kane ascendió pecuniaria y políticamente, multiplicando sus propiedades y sus irreverencias. El instante postrero le llega en una mansión babélica, que es al mismo tiempo un gran museo, el palacio de su decadencia. Hasta ese momento, el personaje es asaz predecible, un verdadero Rockefeller: esas morsas o cerdos con que los caricaturistas suelen representar a los capitalistas más empedernidos, los más avaros.
Empero, a partir de ese momento el retrato de Kane —que era una suerte de caricatura— se hace más complejo, se llena de matices tridimensionales: en su niñez fue arrancado del seno materno para ser educado por grandes banqueros que le enseñarían cómo administrar el oro ignoto que descansaba bajo la finca de sus padres. Lejos de haber perseguido las riquezas —como uno habría podido suponer—, se afana en despilfarrar la fortuna que hereda. Decide entrar a trabajar en un pequeño diario de su propiedad, donde a fuerza de canalladas e ingeniosas revoluciones multiplica sus posesiones y su popularidad: renueva la dinámica de la prensa.
Su complejidad estriba en que se aleja de los dos predecibles extremos: tanto el del magnate ramplón y burdo como el del hombre exitoso y sin embargo romántico, ése que nunca persigue el éxito y al que, no obstante, le llega, aquel Nerón aparente que en el fondo de su alma es un verdadero idealista. Foster ni ambiciona atesorar el mundo, aunque sea ello lo que finalmente consigue, ni tampoco anhela una humanidad más justa, un amor más puro, nada. Al principio, lo confieso, no sabía cómo leerlo. No me despertaba simpatía inmediata ni tampoco antipatía absoluta; no era ni entrañable ni despreciable. ¿Quién es, entonces? El filme sigue los pasos de un reportero intentando responder precisamente tal interrogante. Jorge Luis Borges resumió magistralmente la trama: "es la investigación del alma secreta de un hombre, a través de las obras que ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de los muchos destinos que ha roto". Comprender quién es Kane equivale a interpretar la película.
Según mi apreciación, Citizen Kane ofrece dos perspectivas de análisis. La primera es acaso la más patente pero la menos universal. Se trata de una sinécdótica fábula: Charles Foster Kane representa la naturaleza y el destino de los Estados Unidos. Su carácter es el de su pueblo. Conviene ahondar al respecto.
No es una mala persona, pero tampoco cree en valores trascendentes. No es Gatsby mirando hacia el faro. México posee un pasado prehispánico hacia donde volver los ojos; nuestra historia es una presencia poética, una realidad cultural. Europa tiene su romanticismo, su nostalgia Ezra Pound por la antigüedad clásica, sus veinticuatro siglos de filosofía occidental, su catolicismo —de cuyos últimos latidos somos testigos. Oriente tiene su budismo; Oriente Medio, su Corán. En cambio, Kane, según declara un viejo amigo suyo, "sólo se amaba a sí mismo". Todo su actuar fue un statement, una manera de probarse a sí. ¿Qué quería?: nada y todo. Afirmar que podía, ¿que podía qué?: afirmarse.
Welles logra, como recomendaba Eisenstein, crear imágenes potentes y simbólicas para expresarse. La mejor, como siempre, es aquella relacionada con el amor y la mujer: el corazón de Kane cede ante una joven pobre e ignorante, a la cual le patrocina una carrera operística pese a que ella no tenga ninguna habilidad para el canto. La obliga a la vergüenza de las burlas en los teatros y los periódicos. Le erige un palacio en Florida donde la condena a resolver interminablemente aburridos rompecabezas: la vida es un rompecabezas de momentos dispersos, de piezas abyectas. Cuando ella decide marcharse, él, tras haberla martirizado sin malas intenciones, le suplica que se quede.
La película no es llanamente moralina, como insinúa Borges. Orson Welles tiene, me parece, la inteligencia necesaria —de la que Martin Scorsesse abrevaría— para no juzgar con una balanza rígidamente maniquea o jacobina a su protagonista: ahorra como la hormiga, esfuérzate por las uvas. Hay momentos en los que la personalidad de Kane nos parece muy atractiva, en los que nos compadecemos de sus añoranzas. Pero justo cuando comenzamos a sentir afecto por él, cuando parece que nos comprende, que persigue lo que todos los grandes hombres, que podría ser, a su manera, un héroe, un gesto de vanidad, de superficialidad egotista nos hace volver a rechazarlo, a ver el gran vacío que constituye su verdadero centro. Su derrotero se asemeja al del leopardo cuyos restos fueron hallados en Ngàje Ngài, una de las cumbres del Kilimanjaro. Si el arte es superior a la política, se debe a que en ella la excelencia es sutil, compleja, eternamente ambivalente, insinuada.
Estados Unidos, según lo observo, fue siempre una promesa de futuro. Sus logros intelectuales y materiales han sido instrumento, no causa última, no categoría kantiana. Prefieren el contenido al numen y el entretenimiento equivale al arte. No enuncio mis afirmaciones con dejos juiciosos. The american way of life se impuso; yo crecí bajo su imperio, leyendo los diarios de Kane y viendo las películas de Welles. Europa dejó de ofrecer respuestas y se alzó un "gigante con siete leguas en las botas". Sin embargo, presenciamos desde hace varios años la decadencia del magnate, la cual ahora cobra tintes dramáticos: es impostergable atender la lección.
La segunda interpretación fue calificada por Borges como "de una imbecilidad casi banal". Me atreveré a contradecirlo y defenderla, pues creo que constituye el tema de todas las grandes obras artísticas de la modernidad: la búsqueda del tiempo perdido, del pasado mítico, de la comunión. Al morir, Kane pronuncia una sola palabra: «Rosebud». La película cuenta el itinerario de un hombre que busca recuperar el sentido de esa palabra: la magdalena de Marcel, una tarde de confidencias en una pulquería, el kibbutz del deseo, la penumbra de un beso en la Cineteca Nacional, la caballería andante del Quijote, el panorama de una ciudad al ocaso, la muerte para el joven Werther, un trineo enterrado en la nieve, la epifanía de Dedalus, una casete olvidado, Cesárea Tinajero, Coyoacán medio ebrio y a tumbos.
Paradójicamente, ninguno de sus conocidos sabe qué significa «Rosebud». Es común que lo sustancial de una biografía —si es que lo hay— se diluya, que escape a nuestros conocidos. A los ojos de quienes me frecuentan, yo soy alguien, aunque, en mi opinión, yo no soy nadie, y, en caso de ser, no soy aquél por el que suelen tenerme. Melodramáticamente, «Rosebud» designa el trineo con el que Kane jugaba cuando era niño, cuando era pobre en Colorado. A diferencia de todo lo demás, de sus esculturas, sus mujeres, su éxito, sus seguidores, de esa vasta colección ganada y ulteriormente perdida, el trineo, lo que realmente cuenta, sigue el camino inverso: es aquello perdido originalmente y recuperado después.
No conviene, sin embargo, engañarse con la manida simplificación de ver en Kane un hombre puro, de sospechar en su muerte una redención. La historia de Kane, como la de Estados Unidos, no tiene fin: es un un acontecer que se afirma, es un claroscuro permanente, una dialéctica de la nada, es un rompecabezas detestable y hermoso, hecho de excesos, que nos conducirá a un apocalipsis hueco y grandilocuente.
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