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Águilas agoreras

Foto de Cecilia MV

Tengo la mala costumbre de creer en las metáforas; no a la manera de los fundamentalistas, sino como un joven que piensa, sueña o intuye que las piedras nos hablan, que el arte y sus símbolos son sagrados, es decir, tradiciones para enseñarnos aquellas verdades tan difíciles de decir. Por eso no puedo callarme esta pequeña anécdota…


Las celebraciones del 15 de septiembre fueron un fracaso: la pandemia me obligó a estar encerrado y acabé por tomarme tres caballitos de tequila solo frente a la televisión, mi padre roncando en la mecedora contigua. Llevo meses sin salir de casa salvo para lo mínimo indispensable, de tal suerte que, a mis veintitrés años, estoy llevando la vida social de un jubilado, sin más amigos que los señores del gas y la basura.


Fue por eso que la mañana del domingo 20 de septiembre, a pocos días de las fiestas patrias y con todo el ánimo nacionalista zozobrando en mi pecho, resolví ponerme un saco de esos que hacía meses no usaba, tomar del brazo a C. y salir a caminar con ella, como dos flâneurs al día siguiente del diluvio universal.


Otoño estaba a punto de comenzar y, para quien no lo sepa, ésa es la estación más bella de la Ciudad de México: todo está tan fresco y tan mítico y el Valle de Anáhuac se torna verdaderamente en la región más transparente del aire. Esta temporada mágica comienza para mí con el festejo de la Independencia, llega a su cénit en Día de Muertos, camina de rodillas por las procesiones de la Virgen de Guadalupe y concluye en Navidad, cuando los regalos y las cenas nos regresan a un american way of life tercermundista.


C. y yo tomamos Paseo de la Reforma. Nos internamos entre prostitutas por la Tabacalera y aprovechamos el desvío para rendir nuestro homenaje revolucionario y provocativo a la casa que hospedó al Che Guevara y a Fidel Castro. Llegamos al Monumento a la Revolución y platicamos de la CTM, del viejo PRI, de Plutarco Elías Calles y de todo lo que esa zona representa para nosotros, una adolescencia apenas superada, cuya nostalgia jamás nos dejará vivir a gusto.


Gracias a la pandemia, casi todas las calles estaban vacías y el ritmo de la ciudad, cada vez más frenético y barato, se parecía a eso que alguna vez fue. Sé que no me equivoco porque lo he leído en Guillermo Prieto, en Zarco, en el papel y en el tezontle. El sol, el viento y unas pocas nubes me entraban en el alma como una claridad que habrá de justificarme a mí y a estas palabras.


Hasta los organilleros se vieron obligados a migrar del centro histórico debido a los cierres de la pandemia. De esas enormes cajas de madera, nunca me gustó su música desafinada, sus melodías de Agustín Lara y hasta de Juventino Rosas; empero, como su presencia constituye ya una tradición que de tan horrible debe prevalecer, puse mis únicos veinte pesos en la gorra caqui que me extendió el muchacho mientras su compañero hacia girar la manivela… Creo que entonaba “Jacinto Cenobio”.


Después, C. y yo rodeamos por Puente de Alvarado y enfilamos hacia los territorios de mi infancia: la Santa María de la Ribera, donde habitan mi madre, mi abuelo y mis añoranzas. Esta colonia siempre me gustó por dos motivos: por albergar a una clase media baja de familias chilangas que se beneficiaron durante años de las rentas congeladas (motivo por el cual se le denominó Santa María la Ratera) y por todos esos edificios porfiristas, mansiones que guardan el recuerdo de una de las épocas más desiguales y entrañables de la vida capitalina. (Al respecto, debo confesar que soy uno de esos clasemedieros que abonan a la gentrificación, al desplazamiento del barrio… Pero me autojustifico pensando que mi familia, burguesa como fue, siempre vivió en la calle de Santa María y que a diferencia de los invasores recientes yo tengo raíces y amores y lecturas de una colonia donde cada vez hay más cafés y Birkenstock en lugar de cantinas y la vieja Huarachería Reyna.)


Estábamos a punto de regresar a mi casa, pero decidimos dar una última vuelta por la Alameda de la Santa María, la cual, debido al mentado coronavirus, estaba cercada por un cordón de plástico amarillo fosforescente. A la distancia se veía el viejo Kiosco Morisco, donde hasta hace poco no faltaba una pareja de fajadores, dos muchachos fumando marihuana y un niño jugando a la pelota.


De pronto, mientras rodeábamos la plaza andando sobre la acera, nuestro paso se vio interrumpido por un par de señores que, recargados en las rejas de las jardineras, espiaban algo entre los árboles. C. y yo no solíamos ser curiosos, mas ahora, gracias al encierro y al soberano aburrimiento, lo somos, así que también nos acodamos junto a ellos a mirar el follaje.


Descubrimos maravillados que había, en la copa de unos árboles no muy lejanos, dos águilas inmensas. Estaban posadas en las ramas más altas y su silueta se recortaba claramente contra el cielo azul. Eran enormes y marrones e imponentes y legendarias. De vez en cuando lanzaban unos gritos horribles y hermosos. Al poco tiempo, reparamos en que no había dos, sino cuatro y luego siete águilas, que volaban de un árbol a otro, que se comunicaban entre sí y que descendían planeando a los andadores vacíos del parque para recoger cosas. Creo que vislumbramos a una cazando algo que parecía un ratón. Entro a la parte más difícil de mi relato porque mi asombro se ramifica.


Yo jamás había visto animales salvajes en esta urbe. Desconozco de ecología, biología, etología y ornitología, pero puedo afirmar que, en mi opinión, pasajeras o residentes de Anáhuac, estas águilas se atrevieron a tomar la Alameda porque estaba clausurada y porque se cumplen varios meses de encierro en los que el atroz trajín humano ha visto decrecer su intensidad.


Además, llevo meses, años, una vida entera de estar aburrido, sin más felicidad que los cigarros, mis libros, mi mujer y mis padres, con los que no tengo grandes temas de conversación. Uno sale a caminar o a viajar en busca de aventuras que jamás llegan, pues el mundo ya está descubierto y comprar también es tedioso. No obstante, para quien está atento y cree en las metáforas, los milagros existen. Y, ocasionalmente, la tierra te habla en voz muy queda, en una voz de pájaros y vendavales.


También me conmovió que yo venía con sed inmensa de México y se me presentó, como a los antiguos migrantes de Aztlán, un animal de los dioses, ese que figura en el escudo nacional y al que imitaban y acudían espiritualmente los guerreros mexicas entrenados en Malinalco. Complementariamente, estamos a menos de un año de la caída de Tenochtitlán. Pareciera como si algo que no soy yo me obligara a recordar, a escuchar.


Para concluir el apoteósico momento, un águila se posó encima del kiosco. El espectáculo inefable era bellísimo porque el monumento está de por sí coronado por un águila de metal, estatua que representa el escudo nacional. Es una lástima que la distancia no me permitiera sacar una fotografía, aunque al mismo tiempo no creo que a estas alturas ningún lector necesite más evidencia que mis palabras. Esta crónica no es cientificista ni empirista. A buen entendedor…


Los únicos tan exaltados como yo eran los niños y los ancianos. Mucha gente se pasaba de largo, comentando que en el zoológico hasta te dejan ponértelas en el brazo. C. y yo no nos cansamos de repetirnos que era un milagro y que tenemos que cuidar al medio ambiente y que yo quisiera ser un gran escritor para poder comunicar tanta belleza, mientras la miraba a los ojos. Regresamos sintiéndonos como dos sacerdotes después del rito, como dos guardianes de un secreto luminoso.


Han pasado algunas semanas así que ha llegado el tiempo de la recapitulación. Me temo que, por acción del ser humano, las águilas se acaben. También me preocupa que la gente deje de maravillarse. Las metáforas mueren a diario. Simultáneamente, siento mucha esperanza. Llego al final de relato sin poder decidirme. Supongo que serán los lectores quienes, echando mano de sus saberes y de su alma, podrán determinar mejor que yo qué auguran las águilas de la Alameda.

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