top of page
Buscar

COVID-19: realidades ficticias y ficciones reales

El Bosco

El jardín de las delicias

1490-1500

Museo del Prado, Madrid, España




En el trascurso de las últimas semanas, encerrado en mi habitación, saliendo de cuando en cuando para comprar provisiones y hacer algo de ejercicio, he tenido oportunidad de leer compulsivamente. No se trata solamente de una actividad para pasar el tiempo o de un quehacer profesional (estudio letras). Tampoco, como pudiera pensarse, me evado por medio de novelas y poemas. Cerrar los ojos ante la realidad sería, en el mejor de los casos, infantilismo. Para mí, los libros constituyen un refugio contra la difícil situación que atravesamos. Por medio de las historias que han inventado los escritores y del acomodo preciso de las palabras, es posible comprender mejor al ser humano, incluso cuando la ruina o la muerte nos amenaza a nosotros y a nuestros seres queridos.


La primera semana de cuarentena, convencido de que atestiguaba un pequeño apocalipsis, leí el capítulo epónimo en la Biblia; repasé los episodios más dramáticos de Ensayo sobre la ceguera, de Saramago; empecé (sin lograr terminar) La peste, de Camus (que es una peste); y devoré, fascinado por el estilo periodístico y lúcido de Philip Roth, Nemesis. Finalmente, una mañana de domingo, fui Edipo: quería ver qué tanto hablaba Sófocles de la peste (y terminé perdiendo los ojos). Hice, pues, un recorrido por textos que versan sobre las enfermedades, sobre la entrada social al caos, sobre el dramático tránsito que va de la cordura y la civilización a la barbarie primigenia. Veía religiosamente la conferencia mañanera, revisaba las noticias y a las siete me sentaba frente a la televisión: no me perdía el informe nocturno del COVID-19.


Lentamente, a las imágenes de la supuesta realidad real (en la que Hugo López-Gatell ofrece una conferencia todos los días, en la que tenemos que elegir entre millares de cadáveres o pérdidas económicas trillonarias, en la que basta ir al supermercado para comprar la comida, en la que los asaltantes viven muy lejos de mi casa y en la que el orden y la calma son eternamente estables) se ha ido sobreponiendo otra, hecha del ritmo de los versos y de los personajes que en esta soledad (cabrona) son mi única y mejor compañía. Creo que voy perdiendo (o ganando) cordura.


Una mañana, mientras calentaba una taza de café, descubrí, entre el comedor y la sala, como si no pasara nada, a José Arcadio Buendía amarrado de la cintura a un castaño, llorando las desgracias de Macondo. Me froté bien los ojos y la visión se desvaneció. Pensé en cómo habrá de sufrir Latinoamérica esta pandemia (siempre, peor que Europa y Estados Unidos). Después salí a correr y todo estuvo en orden. Pero esa tarde, sin razón aparente, llovió durante cuatro años, once meses y dos días.


Convencido de que el aislamiento me estaba ganando la partida, he sido extremadamente disciplinado. Cuido de los detalles más nimios para conservar la salud mental. Me despierto temprano, hago ejercicio, como balanceado, tomo vitaminas y evito cualquier sustancia que altere la conciencia. Cero mota y cero mezcal. Tenía fe en que así se estabilizarían las cosas.


Hubo cuatro días en los que todo parecía haber vuelto a la normalidad. Hojeaba El Universal de madrugada, el sol de las dos de la tarde era insoportable, saludaba a los vecinos a la distancia (Susana distancia). Sin embargo, un miércoles maravilloso e inexplicable, entró Virgilio el piadoso a mi habitación. Se detuvo frente a mi ropero como si estuviese viendo en un mural sus propias hazañas de la caída de Ilión. Usó mi cama para yacer con Dido, y luego, así como llegó, se fue, despidiéndose de Cartago. (Yo, a diferencia de cuántas gentes, de los heroicos protagonistas de las epopeyas, nunca he presenciado una guerra. La idea del combate me genera pánico y me resulta aborrecible.)


Ante un embate tan abierto de la irrealidad, redoblé esfuerzos. Hablo diariamente con Cecilia (mi novia), intento memorizar términos macroeconómicos, comprender análisis estadísticos, ver programas de televisión… Todo ha sido en vano. Así como así, en un rincón de mi pieza, un ciego apoltronado recita en inglés porteño los mejores monólogos de Shakespeare; un ingenioso hidalgo se ha apoderado de mi biblioteca (donde cree combatir molinos) y un ruso taciturno se arrepiente durante horas y horas de haber cometido un asesinato. He optado por ceder. Al fin y al cabo, estoy más solo que Robinson Crusoe (cuya isla está en la cocina, próxima al refrigerador). Me siento aislado, muy aislado. No quiero que se me sequen los sesos. Barajo mi conciencia. Mis acompañantes de tinta me protegen.


Soportar esta crisis se hace más fácil cuando me comparo con el emperador que todas las noches resiste encadenado los ultrajes de Pedro de Alvarado, en el pasillo de las bicicletas. Mis horrores son banales a la luz de aquellos (the horror) del Congo, donde se comercia al servicio de Leopoldo II, en los años en que la modernidad, el imperialismo y la industrialización ingentes causaban sus primeras tropelías. Me lavo los dientes entre Ishmael y Arthur Gordon Pym, perseguido por sombras y ballenas. Cuando el peso de mi fracaso me parece insoportable (¿cuándo acabaré la licenciatura?), Zavalita, a quien se le jodió el Perú, me da palmadas en la espalda. En el sofá, Lucrecio enardecido explica cómo funciona el cosmos. En el baño, hay un árbol; bajo el árbol, un príncipe iluminado echa a andar las ruedas búdicas. Hay que estar tranquilos.


Esta supuesta irrealidad en la que habito, este juego y laberinto del lenguaje, este desaforado desvarío, tiene sentido. Y es que toda la literatura que vale la pena habla precisamente de lo terrible y de la belleza, del desastre inevitable y del asombroso milagro de estar vivos. Esas instancias del absurdo y del vacío, esa llama que ahora todo lo incendia, ese vértigo que es como una jauría de perros seculares, están consignados en aquellos escritos que ahora me invaden. La muerte con su eternidad. Los millones de cuerpos. Los huesos. La podredumbre de la carne. Las abyecciones que provoca el hambre. Las caídas de los imperios. El peso ineludible de la Historia. Calígula. El coronavirus. El pan de cada día.


Naturalmente, no sería moralmente correcto desestimar la desventura de muchos que en peores circunstancias que la mía conocerán la desgracia. Pero sí quisiera llamar la atención sobre dos hechos. El primero: en la vida cotidiana, la que solía llevar como joven clasemediero, había olvidado verdades que ninguna persona debe olvidar: el miedo y la muerte. Había sustituido los tzompantli y las esculturas mexicas por Coco y los vanos desfiles publicitarios del Día de Muertos. Vivía dormido.


Por otra parte: la realidad real, la de la economía que crece, la del petróleo a borbotones, la de los grandes capitales, la de las superficies asépticas, las terminales aéreas y el sexo calculado, es insostenible. No va a durar mucho. Esta es una última llamada (¿de la naturaleza?) para que la sociedad y los gobiernos nos detengamos, reculemos y hallemos un mejor camino. (¿Rerum natura?)


Los escritores, aunque no tengan ninguna incidencia práctica en el mundo real, siempre han desenmascarado con sus ficciones reales las realidades ficticias (¿o es al revés?). Baudelaire, Poe, los sabios bíblicos, Juana de Asbaje… La lista es larga. Todos ellos han intuido como una tristeza y un deslumbramiento la verdad íntima y soterrada de la humanidad. Escuchar ahora sus voces resulta más importante que nunca. Cuando menos fue eso lo que me gritó Casandra, fija en la escalera de mi edificio, viendo a los troyanos meter en jolgorio un enorme caballo de madera.



Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page