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De marchas, paros y asambleas.

Por Cecilia Mendoza Ventura



A Somos Estudiantes, por introducirme al mundo político universitario

A Alexander Martínez, por darme una idea clave para escribir este artículo

A los movimientos estudiantiles, porque no hay palabras para agradecer su legado


Hace cinco años, pocos meses antes del inicio del movimiento estudiantil originado por la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, se estrenaba en México la película Güeros, dirigida por Alonso Ruizpalacios. El filme, cuya historia se desarrolla en el contexto de la huelga de 1999-2000 de la UNAM, no fue del agrado de muchos de mis conocidos, pues, decían, caricaturizaba el movimiento estudiantil protagonizado por el CGH.

Aquellos amigos se referían especialmente a la secuencia en la que El Sombra, el protagonista apolítico y desinteresado de la película, presencia una asamblea catastrófica, llena de discusiones en las que nadie escucha, con discursos gastados y repleta de mentadas de madre que culminaban en la acusación de que el oponente no era más que un esquirol. La escena, básicamente, retrataba la desorganización de los estudiantes.

La visión que Ruizpalacios plasmó en su producción sobre el pasado reciente de la UNAM salta a la vista por dos razones: primero, porque no romantiza a un movimiento estudiantil que en el imaginario de su público clasemediero universitario está más que enaltecido, y, segundo, porque demostró que para hacer lo anterior no se necesita ser necesariamente un conservador. Permítanme explicar la idea: el director escogió como los ojos de su narrativa a un sujeto apático e indiferente ante los problemas de la universidad. Construyó a Sombra a partir de un sector que nadie recuerda en la disputa por la UNAM, pero que a la vez no fue nada pequeño: Sombra nació de un grupo de universitarios que durante la huelga del 99 se mantuvieron al margen de los acontecimientos, inmóviles, contemplativos. Sombra representa a la amplia escala de grises que existe en cualquier panorama político.

Sinceramente, en los últimos meses me he sentido mucho más identificada con Sombra que con Ana, su enamorada que participaba como activista de la huelga, y es que después de varios años de intervención activa en los movimientos de la UNAM, he empezado a mirar el quehacer político estudiantil con el lente de Ruizpalacios. Antes de que se me acuse de reaccionaria, quisiera exponer mis razones.


Ningún estudiante de la UNAM, por más izquierdista o derechista que sea, podrá negar que cuando la efervescencia política comienza a anunciarse, el seguimiento casi sin variación de ciertas fórmulas se ejecuta a modo de ritual: se convoca a asamblea, generalmente se propone un paro de labores (que en facultades con la mía casi siempre se realiza), se planean actividades como diálogos, marchas y elaboración de carteles. Si la coyuntura se prolonga, se convoca a otras asambleas y ahí se elabora un pliego petitorio, se extiende el paro y se convoca a otras marcha o se planea algún acto simbólico.

Hasta aquí las estrategias suenan bien: la tradición política estudiantil de México ha dejado como legado métodos de organización que en esencia suenan horizontales, incluyentes y fáciles de coordinar. El problema es que en más de una ocasión estos medios han visto su eficacia amenazada por los obstáculos que impone la realidad de la universidad y del propio México. La efervescencia se desvanece pronto y en general, con pocas victorias respecto a las demandas políticas. Ejemplo de lo anterior son los movimientos poderosos recientes, que se han quedado a medias en sus objetivos: el #YoSoy132 culminó con la cooptación de muchos de sus líderes y el objetivo principal, que era evitar la presidencia de Enrique Peña Nieto, fracasó; el respaldo a la CNTE en el 2013, a propósito de la reforma educativa, perduró de forma intermitente hasta la matanza de Nochixtlán. Desde entonces la Coordinadora continúo con normalidad con su lucha política hasta la reciente transición con el gobierno de AMLO, sin deberle al movimiento estudiantil su victoria política; el apoyo universitario a los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa fue efectivo durante once meses, pero poco a poco se fue desvaneciendo hasta dejar la lucha por verdad y justicia en manos de los padres de los normalistas y de algunas organizaciones de derechos humanos; finalmente, la entrada de los porros a Ciudad Universitaria el 3 de septiembre del 2018 provocó una movilización excepcional que no implicó el reconocimiento de la participación de las autoridades universitarias en el incidente ni el desmantelamiento de las redes porriles de la UNAM.

Con lo anterior no pretendo deslegitimar o despreciar el trabajo político hecho por las coyunturas estudiantiles suscitadas en los últimos años. Tengo la convicción de que éstas han ofrecido por generaciones un legado político, patrimonial y simbólico invaluable. No obstante, en años recientes y cada vez con más frecuencia, se percibe una especie de esclerosis en la organización política de las universidades, una suerte de dinámica viciada que no ofrece alternativas estratégicas, pero que tampoco ha relucido por su eficacia al ofrecer opciones a la realidad que vivimos.

¿En dónde reside el problema? Por un lado, en el poder del oponente: los estudiantes de México luchan contra un Estado poderoso y violento y con políticos universitarios expertos en disolver la organización estudiantil. Esto no es poca cosa, pero es una realidad que se conoce desde hace tiempo por los universitarios. El otro lado es responsabilidad de los estudiantes, pues la falta de contextualización y la falta de creatividad al momento de planear y ejecutar estrategias políticas en el presente ha provocado que la fórmula asamblea-paro-marcha sea confundida con un fin en sí misma y no como un medio. Peor aún, ha provocado que se institucionalicen los métodos de organización al grado de no poderse cuestionarlos ni modificarlos.

Dicho de otro modo, los movimientos estudiantiles del presente, erigidos en una memoria de tradición política que para muchos data del movimiento del 68, ha reivindicado y emulado el legado de movimientos predecesores a través de consignas, marchas conmemorativas y del seguimiento de sus métodos. El problema no reside en el uso político de la memoria del 68, del 87 o del 99 en el presente: el problema consiste en descontextualizar estas luchas y no pensar al pasado y al presente de forma crítica. Es decir: pensar que el movimiento estudiantil del CNH, el 87 y el CGH respondieron en su momento a condiciones socio-políticas iguales, que se repiten hasta la fecha, es un error.

Tal error no es un mero problema de anacronismo, sino que ha implicado que las estrategias políticas del pasado se utilicen como recetas sin las previa lectura del contexto y de las condiciones del momento. En otras palabras, es absurdo pensar que las marchas de la Ciudad de México de Díaz Ordaz tenían el mismo efecto y el mismo impacto que tienen hoy en día, en la Ciudad de México del 2019, que en ocasiones puede ser testigo de dos marchas en un mismo día.

En ese marco, los posibles objetivos simbólicos, mediáticos, de concientización y de presión que pueda tener la manifestación quedan anulados. Los capitalinos se han acostumbrado tanto a las marchas que poco importa saber cuáles son las razones de los sujetos que bloquean el tráfico, los manifestantes están tan habituados a las marchas que siempre siguen un modelo de ruta y de consignas y las autoridades cada vez sienten menos necesidad de dar explicaciones o responder a las demandas de éstas. Por si fuera poco, la exagerada centralización que mueve a los movimientos chilangos ha impedido que se busque organizar manifestaciones en otros puntos de la ciudad más allá del Centro Histórico o incluso en otros puntos del país, de tal suerte que la posibilidad de innovar lo simbólico se desperdicia en la mayoría de las convocatorias.

El ejemplo de las marchas es trasladable a los paros en tanto a la inefectividad que sufren éstos en el presente por el abuso de su empleo en las movilizaciones políticas. La meta inicial, que consiste en parar labores sistemáticamente por una problemática excepcional, se ha vuelto tan común y tan focalizado que se ha desvirtuado su valor simbólico y debilitado su capacidad de hacer temblar a las autoridades, quienes a pesar de que los siguen tratando de evitar, enmiendan los daños reponiendo clases y emitiendo comunicados que desvirtúan a los paristas desviándose de las demandas principales. Las asambleas, por su parte, han sustituido toda forma de organización y todo espacio de toma de desiciones, lo que ha provocado que sea éste el único lugar donde los estudiantes discutan y deliberen políticamente, totalmente atados a la inmediatez de las coyunturas. Sumado a esto, las asambleas han degenerado en un formato totalmente caótico, en el que las reuniones se vuelven interminables e ineficientes, donde se discuten detalles con poca relevancia (¿ahora quién vota porque ya se vote?), donde los grupos políticos con poder o los provocadores se adueñan de las resoluciones y donde el tiempo límite, la discusión crítica y el rigor por respetar la orden del día son fines demasiado idealistas.

Muchos movimientos estudiantiles que antecedieron a los actuales utilizaron las marchas, los paros y las asambleas para consolidar ideales políticos. La memoria crítica del pasado de dichos movimientos no sólo ayudaría a reconocer aquellas particularidades políticas, sociales y económicas que volvieron distinta la aplicación de las estrategias mencionadas, sino que también serviría para identificar los errores que dichos estudiantes cometieron para no repetirlas (por ejemplo, las asambleas al estilo de Güeros).

Cabe destacar que una estrategia distinta ha salido a relucir en las manifestaciones de las generaciones actuales: la violencia y las pintas. Dichos medios, usualmente mal entendidos como vandalismo, han cobrado legitimidad en las nuevas generaciones de activistas, quienes reconocen el enojo colectivo como una justificación de la violencia y un medio más radical para ejercer presión. La dificultad a que se enfrenta la nueva legitimidad de la violencia es que, tal como los otros medios de protesta que he mencionado antes, se ha aplicado de forma descontextualizada. Del mismo modo en que las asambleas, los paros y las marchas se reivindican como los mejores medios de protesta basados en un pasado que se remite al 68, la violencia ejercida en las últimas marchas ha buscado su justificación en diferentes revoluciones de la historia del mundo. Las imágenes que circulan en redes sociales con el lema “ningún derecho se ha conquistado pacíficamente” es un buen ejemplo. Dicha imagen evoca a veces a la lucha de las sufragistas en el siglo XIX, a veces a la Revolución Rusa en el XX e incluso a la lucha de la independencia de México, tratando a las revoluciones con las mismas pinzas, como si todas hubieran utilizado el mismo grado, tipo y forma de violencia en sus distintas sociedades (en el sistema parlamentario inglés, en el zarismo, en el virreinato y en el actual sexenio de AMLO).

Nadie pone en duda el legítimo uso de la violencia y su efectividad en la historia de las revoluciones sociales, pero ¿es lo mismo tomar el fusil en la Rusia de principios del siglo XX que romper comercios del centro histórico del 2019? ¿Tienen el mismo efecto las pintas callejeras hechas por mujeres sin derecho al voto del siglo XIX que las pintas de universitarios clasemedieros contemporáneos? ¿La violencia de estas revoluciones radicaba en la forma o en el fondo? Es decir: ¿la táctica de los líderes de la independencia consistía en salir a violentar las calles bajo el acalorado y visceral sentir del enojo político o llevaba una planeación de por medio y estrategias políticas paralelas a la lucha armada?

La radicalidad de una lucha política no reside únicamente en la forma de sus estrategias, sino que reside fundamentalmente en el contenido de éstas. La forma tiene usos y significados cambiantes, el contenido, en cambio, puede aspirar a ser trascendente. Las estrategias políticas son moldes que necesitan ser llenados con información analizada, problematizada y estructurada y a veces, son moldes que necesitan rehacerse si el material con el que se trabaja lo demanda. Las estrategias políticas son fórmulas insípidas y sin carne si no se lee critica y detenidamente la realidad en la que se quieren utilizar. Ninguna estrategia política es efectiva por sí misma, la efectividad sólo se sostiene en la praxis, es decir, en la tarea de teorizar y actuar en consecuencia.

Los movimientos estudiantiles se enfrentan con la tarea de rehacerse y reformularse para responder al demandante presente político en el que vivimos. Podrían empezar por la lectura crítica del pasado de otros movimientos, por la lectura crítica de su propio pasado como actores políticos, por aspirar más a la organización permanente y menos a la organización coyuntural y por hacer un análisis profundo de su contexto, innovando las hipótesis de lo que éste necesita para cambiar para poder así innovar las estrategias mismas.

De lo contrario, las divisiones entre la izquierda universitaria, el dogmatismo y la falta de autocrítica dominarán la escena.

La mejor forma de rendirle homenaje a las luchas del pasado es reconocer y cambiar nuestro presente.




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