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Edificios

por Rodrigo Salas Uribe



Tras el largo encierro impuesto por la propagación del covid-19, apenas hace un par de semanas me decidí a recorrer a pie, una vez más, las calles del circuito Roma-Condesa. A pesar de que los cambios en la zona son menores —a diferencia de lo que uno esperaría—, no pude esconder mi indignación al observar la antigua sede del Partido Popular Socialista de México, que había ocupado ininterrumpidamente desde los años setenta aquel partido fundado por Vicente Lombardo Toledano en 1948, y que además era uno de mis edificios favoritos de la colonia (por su característico estilo brutalista). Cercado por un gran escaparate, coronado con el imponente logo de la desarrolladora Ambra + Jsa, el edificio histórico de Álvaro Obregón 182 espera, con resignación, ser demolido para ceder su lugar a un lujoso proyecto de departamentos —de un aspecto y arquitectura tan prosaicos como los otros miles de complejos habitacionales que han invadido la ciudad durante los últimos años—.


Por si fuera poco, la empresa responsable de la obra decidió, en un burdo acto de autocomplacencia, convertir temporalmente el espacio en una intervención artística. Para ello, (¡faltaba más!) recurrieron a un artista neoyorkino, Franz Klainsek, y a la distinguida curadora Veronika Kolés. No hace falta, me imagino, que describa la naturaleza de las piezas que componen la exposición. En lo personal, encuentro más educativa —y sincera— la suntuosa sesión de fotos que compartieron ambos protagonistas (disponible en la red).


Unos días más tarde, y aún conmovido por el descubrimiento, me encuentro con que la misma Ambra, no satisfecha con el predio de Álvaro Obregón, se prepara para erigir un bloque residencial (no podría llamársele de otra manera) en Veracruz 72, sitio donde descansa una casona de aquellas que dotaban a la Condesa de un rico paisaje urbanístico. Si bien (no me vaya a acusar el arquitecto a cargo de la obra de omisión o distorsión de los hechos) la estructura estilo art déco no será destruida en su totalidad, sí perderá todos sus elementos originales para incorporarse al diseño moderno, al grado de quedar completamente irreconocible.


El día de hoy, finalmente, me entero de que la famosa casa construída por José López Portillo al final de su sexenio, en donde albergaba su extraordinaria biblioteca personal, y que fue un símbolo sin parangón de los excesos del presidencialismo mexicano, aparece de nuevo en los periódicos; por un motivo distinto, por supuesto: la disputa entre vecinos de la Alcaldía Cuajimalpa, el Gobierno de la Ciudad de México y los inversionistas detrás de la construcción de la Torre de la Colina. Ya en 2015, una parte importante del terreno se convirtió en el fraccionamiento La Toscana. De aquella mansión de estilo toscano, vestigio de nuestra turbia historia política, no queda más que el infame recuerdo. Pero no lloremos sobre leche derramada: ¡somos afortunados!, Paseo de los Laureles 178 alojará ahora una fantástica caja de acero inoxidable, de unos cuarenta y tantos pisos.


Seamos precisos: el gobierno de Miguel Ángel Mancera distribuyó los permisos. Incluso, en el caso del PPS, vendió el inmueble, de acuerdo a una nota de La jornada, a menos del 50% de su valor (la administración lo había embargado a la organización política por el impago del predial).[1] Sin emabrgo, el gobierno de Claudia Sheinbaum tampoco ha sido un obstáculo para las constructores. Con excepción del caso de Torre de la Colina, en donde la Alcaldía Cuajimalpa interpuso un recurso legal (más como resultado de la fuerte presión de los vecinos), parece que los planes de Ambra no violan disposición oficial alguna.


El problema, en el fondo, no es jurídico. Las constructuras defienden a capa y espada, frente a cualquier cuestionamiento, su apego a las leyes locales. También utilizan recurrentemente el argumento de obsolecencia de las estructuras: “de ninguna manera sería posible transformar aquellos espacios viejos y en deshuso en un espacio habitable (léase en una fuente considerable de ingresos)”. ¡Vaya!: ni siquiera parecen reconocer la compleja realidad de la gentrificación en las zonas céntricas ni los efectos que tiene sobre la calidad de vida de las personas. Con todo el amparo de la ley, pueden expulsar a residentes o miembros de la vida cotidiana de las comunidades urbanas sin tener que expiar su culpa. Los vínculos sociales y solidarios se desvanecen, y se impone la lógica de oferta-demanda, donde el cliente que puede pagar es el que manda. No resulta menor, por otro lado, que no sean capaces de ver la ironía (trágica) de convertir un espacio de lucha obrera y popular en un showroom de la alta cultura cosmopolita, alejado por completo de nuestras raíces históricas. Habría que preguntarse cuál es el fundamento del enorme poder que tiene este grupo de empresarios y de intereses privados para modificar con tanta violencia el panorama de la Ciudad de México y la forma de vida de sus habitantes sin tener que someterse al escrutinio público por medio del voto.


A ello, debemos sumar el costo meramente estético y cultural que significa la pérdida irreparable de diversidad arquitectónica. Mientras que en otros países los gobiernos invierten grandes cantidades de dinero en reconstruir sus edificios y plazas icónicas (que habían sido también sustituidas en los años ochenta de la mano de los desarrolladores), la Ciudad no parece tener un plan —y me atrevería a decir que el interés— para defender nuestro patrimonio. Sobre la codicia de empresas como Ambra, que buscan enriquecerse a cualquier costo, no queda nada que decir. Ésta es solamente una de las dimensiones del creciente (y alarmante) problema de la vivienda en las ciudades globalizadas.


Cuando, dentro de treinta años, nos preguntemos qué le pasó a la ciudad de los palacios, tan triste y desencantada, no nos quedará más que asumir nuestra responsabilidad por no haber defendido, con la misma vehemencia que las empresas defienden su derecho a derruirlos (de forma muy convincente, por cierto, usando cifras, estatutos legales y todo tipo de información “objetiva”), aquellos elementos que nos daban identidad como capitalinos, como mexicanos, y como ciudadanos del Tercer Mundo.



 

Rodrigo Salas es estudiante de la Licenciatura en Política y Administración Pública del Colegio de México. Sus ramas de interés son la teoría y filosofía política, así como la historia política de México, sobre todo, en la segunda mitad del siglo XX.



[1] https://www.jornada.com.mx/ultimas/capital/2018/06/14/remato-el-gobierno-ex-sede-del-pps-a-menos-de-50-de-su-valor-3277.html

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