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Gastronomía y patrimonio en la cocina mexicana: ¿soluciones a problemáticas alimentarias?

Por Fernanda Sada



Foto tomada de: https://i2.wp.com/webadictos.com/media/2020/08/experiencias-online-michoacan.jpeg?w=720&ssl=1


Hace unos pocos días, concretamente el 8 de octubre de 2020, la Secretaría de Cultura del gobierno mexicano anunció la creación de “Cencalli” o Casa del Maíz, una institución destinada a promover prácticas alimentarias basadas en la cocina tradicional, difundir las propiedades nutricionales de las variedades de maíz encontradas en el territorio mexicano y a combatir la discriminación alimentaria.[1] La fundación de “Cencalli” ocurre en el marco de una serie de problemáticas en torno a la cultura alimentaria en México, desde la inestabilidad laboral de los productores de alimentos a lo largo del país, hasta la creciente presencia de productos de compañías transnacionales en los estantes y anaqueles de prácticamente cualquier poblado mexicano. Con la crisis sanitaria y económica resultante de la pandemia de COVID-19, la cultura alimentaria, así como sus vínculos con el mercado, se ha destacado como un problema de salud pública. Bajo este parámetro, es pertinente preguntarse si el enfoque gubernamental en torno a la alimentación, tanto de la actual administración como de las anteriores, ha sido suficiente para solventar los diversos conflictos que atraviesan a la alimentación en México.


A grandes rasgos, podemos identificar dos vertientes por medio de las cuales se ha buscado validar a la cocina mexicana y a sus respectivas prácticas culinarias: el reposicionamiento, por un lado, a través de la gastronomía y, por el otro, mediante la designación de la cocina mexicana como patrimonio cultural inmaterial. Aunque ambas corresponden a intereses y actores distintos, en el panorama alimentario mexicano gastronomía y patrimonio convergen como resultado de los intereses del mercado. Esta unión depende en gran medida de lo que representa cada una para la alimentación en México: la gastronomía representa la cara más claramente asociada al mercado, mientras que el patrimonio se vuelve un sujeto de intervención del Estado en favor de su conservación.


Primeramente, el interés de la gastronomía no se puede disociar de su rol económico: vender alimentos sustentándose en la técnica culinaria requiere conocer el funcionamiento y los intereses del mercado. Mientras la técnica sea un factor de interés mercantil, la gastronomía puede seguir teniendo competitividad. El patrimonio culinario no se aleja mucho de estos principios: en tanto que exista una asociación directa al sector turístico, al comercio interno y externo, y, en general, a la comercialización de una imagen con sustento sociohistórico, la designación de la cocina mexicana como patrimonio se vuelve rentable. No obstante, ninguna de las dos se sustenta en la realidad social del comer y mucho menos en las necesidades alimentarias de las distintas comunidades mexicanas, pues su unión depende de las demandas del mercado internacional.


El historiador José Luis Juárez afirma que actualmente “el campo de la cocina está ligado a la gastronomía que se ha considerado su fase superior y al gastrónomo, el especialista que orienta, discute y ejerce la crítica sobre ella”.[2] Lo gastronómico está asociado inherentemente a la occidentalidad y a la legitimación de la práctica culinaria por medio de la técnica, pero primordialmente está vinculado a las exigencias propias de un mercado que requiere especialistas formados en favor de la competencia. La gastronomía no sólo no se puede desentender de intereses económicos, sino que genera modos específicos de consumir alimentos. Y estos modos no se limitan al simple y sencillo acto de comer, sino a toda la parafernalia asociada a él: la presentación estéticamente agradable de un platillo, la ambientación en el espacio de consumo y las prácticas o “modales” asociados al comer. Como lo plantea Henri Lefebvre, el espacio de un restaurante, cafetería o bar se “produce” conforme a relaciones de producción específicas que a su vez delimitan la forma en que un individuo debe comportarse dentro del establecimiento, lo cual engloba el acto mismo de comer y degustar un platillo específico.



Foto tomada de: https://i2.wp.com/webadictos.com/media/2020/08/experiencias-online-michoacan.jpeg?w=720&ssl=1


En las últimas décadas el mundo ha sido testigo y partícipe de un “boom” de la gastronomía, ya sea como disciplina, ya sea como técnica. Conforme a ella, como nuevo parámetro de validación de prácticas culinarias mediante un mercado capitalista, se han establecido diversas problemáticas que han repercutido directamente en la alimentación mexicana. La primera y más contundente de ellas ha sido la “gentrificación alimentaria” o “gourmetización” –como la llaman, respectivamente, Mikki Kendall y Esther Peñas– de la comida, espacios y prácticas alimentarias de una comunidad.[3] La atención al comportamiento del mercado ha promovido que la noción del cocinero versado en la técnica –es decir, cocineros formados profesionalmente en universidades, o con una trayectoria lo suficientemente larga que evidencie dominio técnico– tenga una importante construcción mediática. Figuras como las de Ferran Adrià en Cataluña, Heston Blumenthal en Estados Unidos o Jorge Vallejo y Enrique Olvera en México son las caras comerciales de un nuevo ideal de vida: son rockstars de los fogones, con una plena aunque abstracta autoría intelectual sobre sus platillos y con una total dependencia del mercado.

Es esta mediatización de la comida “gourmetizada” la que promueve que los establecimientos dedicados a la producción de alimentos “gourmet” aumenten el nivel de gasto de la zona en que están ubicados y, por tanto, desplacen a los negocios frecuentados por personas de clase media y baja. Aunque la gentrificación evidentemente no es un fenómeno exclusivo de la alimentación, el fenómeno culinario –entendido como una manifestación de todas las relaciones históricas, económicas, culturales, políticas y, en particular, sociales que conforman el acto de comer– ha sido uno de los principales afectados con su avance. La romantización de la gastronomía en los medios a la larga ha exacerbado la proliferación de profesionales formados en la preparación de alimentos. Existe una oferta masiva en universidades privadas de licenciaturas en gastronomía, que prometen a largo plazo el modus vivendi mediatizado del chef.[4] En México esta tendencia ha tomado la forma particular de un incremento en la apertura de escuelas privadas de validez no corroborada, muchas veces carentes de Reconocimiento de Validez Oficial de Estudios (designación que certifica la oficialidad de un programa de estudios), destinadas a formar profesionales en la industria de alimentos, poniendo a una gran cantidad de estudiantes de nivel superior en un potencial estado de precarización laboral.[5]

Esta visión romántica del cocinero promueve un estilo de vida específico para las nuevas generaciones, quienes se enfrentan con un mercado laboral cada vez más complicado. Dicho lifestyle es accesible únicamente a través de la profesionalización y, en gran medida, de la explotación laboral inherente a la industria de alimentos y bebidas. Tan sólo la jornada de un aprendiz en el ya extinto restaurante “El Bulli” constaba de alrededor de 16 horas sin salario o prestaciones. De hecho, los restaurantes de mayor reconocimiento a nivel mundial –ya sea incorporados a la aclamada lista St. Pellegrino o que tenga por lo menos una estrella Michelín– suelen contar con por lo menos 30% de recursos humanos en cocina conformados por aprendices, la gran mayoría atraídos por la idea de llegar a la posición de jefe de cocina y todos, por el estilo de vida que conlleva.[6]

Más profesionales en el ámbito gastronómico implican mayor competencia, y, con ello, mayor difusión mediática y mayor cantidad de negocios que reemplazan a establecimientos de consumo local. En México, la gentrificación ha tomado un giro específico, basado en conceptos como “patrimonio cultural” que influye en políticas públicas de aparente solución al desplazamiento de los negocios locales. Cuando la UNESCO declaró a la cocina mexicana como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad en 2010 hubo también diversas campañas que promovieron la conservación de las tradiciones culinarias mexicanas. No fue para nada un fenómeno nuevo: a lo largo del siglo XX las diferentes administraciones, aunque en diferentes medidas, consagraron diversas tradiciones mexicanas para fomentar el nacionalismo. Lo que en todo caso logró la designación de la UNESCO fue readaptar estas aptitudes para asimilarlas al mercado. Los platillos de la nación se consideraron como elementos históricos de raigambre ancestral, comunes a la gran mayoría de la población mexicana y muestra de la diversidad asociada a la cultura nacional. En principio, la conservación de tradiciones locales y la coexistencia de la figura del chef con la mayora podría parecer una solución viable para el aumento de las compañías transnacionales e incluso para la gentrificación originada del aumento de restaurantes de clase alta. Pero la declaración de la comida mexicana como patrimonio cultural significó que el mercado se adaptaría a la idea de conservación de las tradiciones mexicanas. En vez de enfocarse en ofrecer a las clases altas diferentes tipos de cocina internacional, los restaurantes de alta alcurnia se enfocan en “gourmetizar” a la cocina mexicana, ahora exaltada como herencia histórica.


Ultimadamente, el patrimonio ha contribuido a fomentar la precariedad laboral de los trabajadores dedicados a la preparación de alimentos, en particular de los negocios pequeños que se ven rebasados por los nuevos restaurantes que ofrecen en sus cartas versiones enaltecidas de platillos cotidianos: “mole madre” o “barbacoa de pato” en Pujol, “tamal de acelga con puré de uva pasa y queso” o “mole de Atocpan con vegetales de las chinampas” en Quintonil, jericalla y arroz con leche en Alcalde.


La distinción entre el concepto de cocina y gastronomía se ha ido desdibujando con los años, nos dice Juárez López.[7] Ya no se habla propiamente de una cocina mexicana, sino de gastronomía mexicana, lo cual da a entender que las prácticas culinarias de México están sujetas a una noción fija de técnica, un “savoir-faire ancestral y tradicional”.[8] La propia historiografía de la alimentación en México ha estado entintada de una noción cultural muy abstracta de lo que significa comer como mexicano: hay un acuerdo histórico generalizado en torno al alimento como un factor de unión, como una herencia continua e imparable de las prácticas culinarias precoloniales. El discurso histórico en torno a la alimentación muchas veces presenta a las prácticas culinarias como enriquecidas o completadas por el sincretismo culinario, resultado de una aparente relación vis a vis de la cocina europea con la cocina prehispánica durante el contacto cultural.


Con esta visión de la cocina como un resultado casi matemático de la unión de dos tradiciones culinarias, se ignoran tanto las violencias implicadas en la imposición colonizadora de formas específicas de comer como los conflictos alimentarios que atraviesan a una inmensidad de comunidades precarizadas a lo largo del país. La cocina como patrimonio busca crear comunidades a través de su realidad, comunidades que se congreguen alrededor de una expresión cultural regulada por las instituciones. No considera la realidad material de las prácticas culinarias de la población, que no requieren de una institución gubernamental para ser válidas, legítimas y dignas de conservación en tanto la población así lo afirme.


La situación del mercado mundial de los últimos años ha representado un duro golpe para las cocinas mexicanas –en particular las cocinas de los pueblos indígenas– y el patrimonio no ha sido suficiente para poder subsanarlas. La gentrificación asociada al “boom” gastronómico y a los intereses comerciales que representa ha exacerbado una vulnerabilidad ya de por sí generalizada, que ha tomado forma en conflictos como la vigente pugna de los comerciantes del mercado de La Merced por conservar sus espacios de sostenimiento económico, los continuos incendios en diversos mercados de la Ciudad de México[9] y el aumento de las rentas de locales de comida que proveen a clases medias y bajas. Las nuevas instituciones gubernamentales o civiles tales como Cencalli o el Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana buscan promover el patrimonio culinario desde la centralidad y hacia la centralidad por medio de un discurso de ancestralidad histórica del alimento sin importar las diferencias de clase. El patrimonio, a fin de cuentas, se ve directamente unido a lo que representa también la gastronomía. Éste atiende las necesidades de sectores como el mercantil y el turístico al mismo tiempo que se desentiende de las culturas que en principio busca proteger.


Foto tomada de: https://verne.elpais.com/verne/2020/03/24/mexico/1585088001_544862.html

Con estos aspectos en consideración, vale la pena preguntarse por el rol que cumplen las instituciones regulatorias de las tradiciones culinarias dentro de los proyectos políticos. También así, reflexionar sobre el papel de la gastronomía dentro de un mercado que en épocas recientes se ha valido del nacionalismo cultural para exacerbar la actividad mercantil. Todavía es difícil determinar cuáles son los objetivos específicos de Cencalli y si serán efectivos en la preservación de la cultura alimentaria de los pueblos indígenas. Sin embargo, la naturaleza de proyectos como Cencalli nos lleva a plantearnos varias preguntas en torno al entramado culinario en México: ¿es el patrimonio un verdadero agente de cambio positivo en la defensa de las comunidades precarizadas mexicanas, así como de sus prácticas culinarias? ¿Las comunidades requieren de un mediador institucional para que sus tradiciones alimentarias se consideren válidas? ¿La promoción del patrimonio resulta verdaderamente efectiva en la resolución de problemáticas alimentarias nacionales, o más bien promueve los intereses de un mercado centralista y nacionalista? Quedan estas preguntas, así como los planteamientos aquí expuestos, a consideración del lector.


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Fernanda Sada es estudiante de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Sus líneas de interés están en la historia de la alimentación, historia urbana e historia de los sentidos, en particular del sentido del gusto.



[1] Christian Jiménez, “Casa del Maíz en Los Pinos, promoverá salud con riquezas de la cocina tradicional: Natalia Toledo”, El Universal, 9 de octubre de 2020, https://oaxaca.eluniversal.com.mx/sociedad/09-10-2020/casa-del-maiz-en-los-pinos-promovera-salud-con-riquezas-de-la-cocina-tradicional

[2] José Luis Juárez López, Nacionalismo culinario. La cocina mexicana en el siglo XX, México, CONACULTA, 2013, p. 14. [3] Esther Peñas, “La ‘gourmetización’ de las ciudades”, en Ethic, 11 de febrero de 2019, https://ethic.es/2019/02/gentrificacion-alimentaria-gourmetizacion-ciudades/

[4] Cecilia Campuzzi Simon, “Culinary Schools Speed the Rise of Hopeful Chefs”, New York Times, 17 de marzo de 2014, https://www.nytimes.com/2014/03/18/education/culinary-schools-speed-the-rise-of-hopeful-chefs.html [5] Olivia López Pescador, “Proliferan las escuelas patito de gastronomía”, Diario Cambio, diciembre de 2008, https://www.diariocambio.com.mx/2008/diciembre/educacion/151208_ol_edu_proliferan_escuelas.htm

[6] David Brunat, “La miseria de ser becario de Adrià, Muñoz o Berasategui: 16 horas a palos y sin cobrar”, El Confidencial, 24 de abril de 2014, https://www.elconfidencial.com/espana/2017-04-24/los-becarios-de-adria_1371187/

[7] Juárez López, op. cit. [8] Ibid., p. 11.

[9] Cecilia Mendoza Ventura, “El mercado contra los mercados” en La Polilla, 15 de marzo de 2020, https://lapolilla5.wixsite.com/lapolilla/post/el-mercado-contra-los-mercados

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