De niño, de cinco o seis años, me sabía de memoria sus canciones. No había oído de Gabriel García Márquez cuando ya cantaba "Macondo". De ida y de regreso a la escuela, o cada diciembre de camino a Guadalajara, mi padre ponía en el coche el disco Latinomérica canta o sus 20 éxitos, y yo, sin saber de amores ni desamores, pedía perdón, vida de mi vida, y sentía que, por ti, el mar es la locura del cielo.
Después, en secundaria, coreaba "La niña de Guatemala" con Ruy, Emmanuel y Rodrigo, alrededor de una fogata adolescente, sospechando que compartíamos una nostalgia por una época no vivida y que eso de alguna manera ahondaba nuestra amistad. Por esos años me lo encontré en una librería de Álvaro Obregón. No me atreví a pedirle un autógrafo, pero lo vigilé con el rabillo del ojo hasta que se marchó.
En la preparatoria, Ahuitz, rasgando una guitarra o percutiendo un tambor, cantaba sus trovas por Reforma, en Tlatelolco, o en el metro, siempre en el metro. Soñábamos con vanas revoluciones que jamás llegaron. Veía las fotos de él con el subcomandante Marcos, repetía su grabación con Panteón Rococó, y todo era una sed de cambio, una sed de izquierda y de justicia que no acabará nunca.
Durante la universidad, me interesaron vagamente sus letras, algunas de ellas del siglo XIX y principios del XX. Intenté investigar quién era Román Castillo, pero en esos años no se me quitaba la tristeza del alma y mejor me salí a fumar un cigarro afuera de la Biblioteca Central.
Lo vi en concierto dos veces: un Día de Muertos en Mixquic, entre tragos de pulque, y otra vez, del brazo de mi madre, un 15 de septiembre en la Santa María.
Ahora estoy encerrado en casa por la pandemia. La semana pasada, después de leer una crónica de Monsiváis, decidí ver Los Caifanes. La vida es y seguirá siendo un poco de todo eso. La tragedia del fracaso del mundo. Mis anacrónicas canciones populares. Los amigos un poco arruinados. Los amores tercos. La añoranza de la infancia. La izquierda, naufragio eterno de nuestras esperanzas.
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