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Tabacos

Lytras Nikephoros. Boy smoking (1894). National Gallery Alexandros Soutsos Museum.


Me inicié en el tabaco a los quince años, una tarde de vuelta a mi casa, para poder aceptar una fumada —y no toser— en la fiesta de ese viernes. Siempre he añorado estar listo para la bohemia, sobre todo porque desde muy niño dicen que soy como un viejo, el señorito que se asustaba de la policía al apedrear ventanas. El don de la tienda no quiso venderme nada, así que compré veinte cigarros sueltos bajo un puente peatonal. Al llegar a casa tuve que bañarme para disimular el olor y —como me fumé seis o siete al hilo— vomité dos veces.


Pero a todo se acostumbra uno. Fumaba al recorrer las calles del centro porque de ese modo, cuando viviera en París y se me acercara una mademoiselle o una rusa cualquiera, ya estaría preparado. Podría hablarle largamente de César Vallejo y de Huidobro, cuyos poemas serían para mí un misterio resuelto hace muchos años, casi un lugar común. Sería dueño de Babilonia. Estaría listo para departir con embajadores, para emborracharme sin llorar y, sobre todo, para que no se me rajara el alma al tener que compartir a mi mujer, como en la fiesta de ese viernes tan lejano en el que comencé a ser adulto, a disfrutar la derrota. Así anduve algunos años. Escondiéndome detrás del humo, jugando a hacer aros que se desvanecían en casa de cualquiera, encargándole mis cosas a mi vecino de mesa en la biblioteca para salirme a fumar. Los cigarros justifican el silencio. Hacen de la timidez un secreto, hacen de las esperas el mayor placer.


Decir que llevo una vida sosegada sería un eufemismo. Son tiempos leves, y a mí la levedad no se me da, me pongo nostálgico o soy un verdadero idiota, el más vulgar, el más malacopa. A mitad de camino entre el ascetismo monacal y la superficialidad contemporánea está la clase media con sus valores, con sus fiestas ocasionales, con su recto sentido de la disciplina, con el mucho trabajo y la mucha televisión antes de dormir.


Esta noche, como todas, saqué a pasear a mi perro. Leía unos pasajes asombrosos de Neruda. Tan pronto termine esta página —mi pequeño refugio— prepararé la cena. No sé qué quiero decir. Y no sé qué busco. Tal vez ése sea el problema. Tampoco sé de dónde me vino, precisamente ahora, esto que se parece a los quince años, a una iniciación que no conduce a ningún sitio, a vidas que no tienen más salida que su propia vida. Se me antoja un cigarro como un infierno remoto, como una vida que ya no tengo, que nunca tuve. Voy fumando, al escribir, un cigarro de tiempo. Fumar es esperar, es gozar las desesperadas esperas.

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