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Los retos de la izquierda y la energía eléctrica: Crisis ambiental, despojo territorial y pobreza

Referencia a imágenes al final.* 


En los últimos meses la energía eléctrica ha estado entre los muchos temas que han ocupado la vida pública del país: el tren maya, la pandemia y la visita de AMLO a EUA. Pero entre las diversas cuestiones que han surgido recientemente en la conversación nacional hay algunas que no pueden dejarse ir tan fácilmente hacia el cajón del olvido, como es el caso de la generación y la distribución de recursos energéticos, particularmente de la energía eléctrica, especialmente si tomamos en cuenta que dicho asunto no sólo determina la vida de millones de hogares mexicanos, sino que también afecta y pone en tela de juicio nuestra posibilidad de un futuro digno en este planeta.


En el debate público, el tema ha resurgido en estas fechas gracias a una serie de eventos inusitados: los acuerdos firmados por la Secretaria de Energía y el Centro Nacional de Control de Energía desautorizando la puesta en marcha de nuevas centrales de energía eólica y fotovoltaica; la decisión de la Comisión Reguladora de Energía (CRE) de autorizar a la CFE un cobro 800% superior en su tarifa de porteo a los generadores privados y la confrontación del gobierno federal con la empresa española Iberdrola, después de que ésta última decidiera retirar su inversión de una planta de ciclo combinado en Tuxpan, Veracruz. Estas decisiones han sido recibidas con rechazo por parte de varios de los voceros del gran sector empresarial y de algunas de las figuras políticas más importantes de la oposición partidista (el presidente de Acción Nacional Marko Cortés, el gobernador de Jalisco Enrique Alfaro, el gobernador de Aguascalientes Martín Orozco, entre otros), pero algunas de ellas, particularmente en el caso de la desautorización de plantas de energías renovables, también han recibido importantes respuestas de rechazo por parte organizaciones ambientalistas como Green Peace [1]. Más allá de los argumentos esgrimidos dentro de cada una de estas disputas, las cuales no pueden leerse mediante el análisis simplista de ambientalismo versus anti-ambientalismo, cabe destacar que estos choques revelan una paradoja dentro de la izquierda mexicana en tiempos del gobierno de Andrés Manuel. La paradoja consiste en la existencia de un discurso nacionalista y en favor de lo público, que ha sido utilizado para defender refinerías y proyectos de energía sucias, y la existencia simultánea de una causa privatizadora que ha recuperado la defensa de las energías limpias como una de sus herramientas de legitimación y del discurso en contra del sector público.


En mi opinión, estos choques y las contradicciones que reflejan, deberían ser interpretados como una invitación a las nuevas generaciones de izquierda para reflexionar sobre sus posturas y la que podría ser su agenda en torno a la cuestión energética mexicana. El tema es importante, no sólo porque refiere a algunas de las mayores problemáticas de nuestro presente y futuro (dadas las proyecciones del impacto climático sobre el país tan pronto como en 2050 [2]), sino porque del mismo modo, ninguna de las voces que ocupa el debate nacional actual enarbola algo que pudiese calificarse como un verdadero análisis o agenda energética de orientación progresista.


A mi juicio, son fundamentalmente tres las problemáticas que debe tomar en cuenta una izquierda de nuestros tiempos a la hora de analizar y buscar posicionarse respecto al sector de energía eléctrica nacional: la crisis climática a la que contribuyen muchas de las plantas de generación eléctrica (particularmente aquellas que operan con base a la combustión de hidrocarburos), el despojo territorial y la violencia comunitaria sobre la que operan gran parte de las plantas de generación eléctrica en el país, y la pobreza energética o la privación de recursos energéticos que es sufrida por millones de hogares mexicanos.


Empezando por el cambio climático, si bien no cabe duda que la solución de este problema mundial va más allá del actuar de una sola sociedad, el rumbo del sector eléctrico mexicano no es tan irrelevante frente a este tema como podría pensarse: la generación eléctrica es el segundo sector con más emisiones de gases de efecto invernadero (mismos que generan el cambio climático) en el país. Lo anterior no resulta menor, si se considera que actualmente nuestro país es el doceavo emisor de dichos gases a nivel mundial [3]. Por lo tanto, no es una exageración afirmar que el rumbo de este sector en México podría jugar un papel importante en el combate global al cambio climático.


En cuanto a las herramientas con las que contamos para librar esta batalla, la reforma energética de Peña Nieto nos dejó con la contradicción de que se crearon una serie de nuevos mecanismos que favorecen la expansión de las tecnologías limpias y renovables por medio de la inversión privada (como con los famosos Certificados de Energía Limpia (CELs)) , al mismo tiempo que se potenciaron las facilidades del capital privado para establecer plantas basadas en los hidrocarburos, particularmente por medio del impulso a la gasificación del sector generador (y la importación de gas de EUA para operarlas) [4] con centrales como la que fue recientemente motivo de controversia en Tuxpan. La Ley General de Cambio Climático, encaminada a hacer cumplir los ya de por sí limitados objetivos pactados por México en el Acuerdo de París de combate global al cambio climático, establece que para 2030 al menos 35% de la electricidad del país debe originarse en fuentes limpias. En el periodo 2010-2015, el porcentaje de electricidad generada en estas fuentes se mantuvo oscilando alrededor del 20% [5] y en 2018 se alcanzó el 25% [6]. Lo anterior sugiere que cumplir con las metas necesarias no es imposible, y que si bien el marco institucional actual contiene elementos en favor del capital privado contaminante, también posee herramientas que pueden utilizarse para obtener un margen de mejora en la lucha contra el calentamiento global, aunque su aprovechamiento dependerá de la existencia de una administración federal que tenga esto último como objetivo. No obstante, avances más sustantivos en la potenciación de las energías limpias requerirían de reestructuraciones más profundas y agresivas en el marco institucional del país y de una mayor inversión pública en el sector, algo que de momento parece equivaler a pedirle peras al olmo.


Ahora bien, hablar del grupo de fuentes de energías que son calificadas como “limpias” bajo las leyes anteriores tampoco es una cuestión carente de matices: entre éstas se encuentra la energía nuclear y la hidroeléctrica, que si bien no aportan emisiones de CO2 al mismo grado que las plantas de combustión, cargan con su propia gama de problemáticas sociales y de riesgos medioambientales de otra índole. Las hidroeléctricas en particular han sido conocidas en la historia de México por los violentos conflictos que han desatado en las comunidades en las que se instalan, a causa de los desplazamientos que suelen implicar y los daños irreversibles a los ecosistemas locales. Es aquí donde entra en juego la otra gran problemática de la cuestión eléctrica: los conflictos territoriales.


En este tema, los proyectos de generación eléctrica del sector público y del privado han brindado resultados similares. El año pasado llegó a la atención del público mexicano el caso de la la termoeléctrica de Huexca en el estado de Morelos, un proyecto de la CFE, pero cuya construcción fue concesionada a diversas empresas extranjeras. El caso alcanzó reconocimiento por el amplio movimiento opositor que suscitó en la región de Yecapixtla, Morelos, en el que se señalaron los riesgos de instalar gasoductos que cruzaban las faldas del Popocatépetl y el bajo control de calidad que llevaba la planta para el tratamiento de las aguas necesarias para sus operaciones [7]. Finalmente, la situación se dirimió en una consulta propuesta por el presidente (con las irregularidades ya acostumbradas de este tipo de instrumentos bajo el gobierno federal) la cual resultó en el triunfo de la instalación de la planta, no sin antes haber sido testigo del asesinato (todavía sin resolver) de uno de los líderes opositores al proyecto, Samir Flores [8]. Sin embargo, este tipo de desenlaces represivos a raíz de la instalación de plantas energéticas no es un fenómeno que pueda asociarse exclusivamente con un tipo de energía, ni resulta único del periodo neoliberal de nuestra historia. Existe una amplia documentación de las prácticas de violencia armada y de represión de opositores locales ejercidas por las empresas francesas de energía eólica en el Istmo de Tehuantepec [9], y asimismo, algunos de los presos políticos en vida más antiguos del país fueron víctimas de proyectos energéticos del pasado, como en el caso de los opositores a la presa La Parota en Guerrero, un proyecto que se diseñó durante el periodo del Desarrollo Compartido, antes del neoliberalismo y cuando todavía existía en México una economía con un sólido sector público [10]. Así, la historia parece indicar que los problemas de despojo y conflicto territorial que desatan estos proyectos no se explican satisfactoriamente por medio de las dicotomías de análisis  público-privado, nacional-extranjero o de energía limpia-sucia. La experiencia sugiere más bien que el problema yace en la propiedad y gestión de estos proyectos por organizaciones ajenas a las localidades y regidas por estructuras profundamente verticales. En ese aspecto, resulta secundario si los proyectos que se llevan a cabo son para elevar el valor de acciones en Paris o para fortalecer el mercado interno mexicano y expandir el derecho social a la electricidad. Es justamente ante esta realidad de dinámicas coloniales del sector eléctrico y su reproducción en otros contextos alrededor del mundo, que en las últimas décadas han surgido de la izquierda una serie de propuestas para la gestión local de los proyectos de generación eléctrica, que van desde la municipalización de las generadoras hasta la creación de cooperativas locales, entre otras alternativas posibles (Para más detalle, léase: [11]).


Por otra parte, si bien ante las problemáticas del cambio climático y el conflicto territorial, el sector eléctrico público ha exhibido carencias muy similares al sector privado, en el ámbito de la pobreza energética es importante reconocer el papel fundamental que jugó la CFE durante el siglo pasado para mejorar la situación del país en esta materia. Antes de la nacionalización de la industria eléctrica en 1961, más de la mitad de los hogares mexicanos seguían sin contar con ningún tipo de acceso a la energía eléctrica, mientras que hoy en día ese número se ha reducido al 1% de los hogares [12] . Lo anterior no significa que nuestros problemas energéticos y eléctricos estén resueltos, el 1% sigue significando alrededor de 35 000 hogares mexicanos y, si se considera el concepto de pobreza energética, el cual se refiere a la falta de acceso a todos los servicios adecuados de energía y a aquellos hogares que necesitan utilizar más del 10% de sus ingresos para acceder a dichos servicios, entonces la situación actual es bastante deficitaria, puesto que el 35% de la población mexicana vive bajo esta condición [13]. Ha sido esta realidad en torno a la pobreza energética la que en las últimas décadas ha llevado al surgimiento de una gama de organizaciones en defensa de los derechos energéticos, entre ellos la Asamblea Nacional de Usuarios de la Energía Eléctrica (ANUEE) y la Coordinadora Nacional de Usuarios en Resistencia (CONUR).


Pese a las carencias actuales del suministro eléctrico a manos de la CFE y los problemas que hay por resolver, es importante no olvidar dos hechos al pensar sobre el papel del sector público mexicano en esta esfera. El primero es que la CFE hoy en día no es un órgano que actúe con independencia ni bajo instituciones que le ayuden a cumplir una función social, sino que debe maniobrar en medio de un entramado de instituciones que favorecen a las generadoras privadas (por ejemplo, aplicando bajísimas tarifas de porteo para transmitir su electricidad). Este entramado arrincona a la CFE a elegir entre aumentar sus ya de por si exorbitantes niveles de deuda o a cargarle la mano a la población con tarifas más elevadas. La actual administración ha tratado de resolver estas presiones autorizando a la CFE un mayor cobro de tarifas de transmisión a los privados, pero el conflicto continúa [14]. El otro hecho a recordar es que, con todo y las alzas de las últimas décadas, los cobros ilegales y los demás abusos de las administraciones pasadas, el suministro básico de electricidad a hogares en México se ha mantenido con un esquema tarifario diferenciado que asigna precios con base en los niveles de consumo y a las necesidades ambientales de las distintas poblaciones del país. El hecho de que la política de precios pueda basarse en objetivos sociales como éstos y no siga la regla de oro de maximizar las ganancias extraídas de los usuarios, es posible sólo porque una entidad pública como la CFE ejerce un control importante sobre la industria. Por tanto, el potencial de estos mecanismos estatales para alcanzar una tarifa social justa que contribuya al combate a la pobreza energética (principal demanda de muchas de las organizaciones de usuarios en resistencia) y que permita garantizar el derecho a la energía, es una posibilidad que brinda el sector público-estatal existente y que no debe ser minimizada por la izquierda.


Como puede verse, la cuestión energética trae consigo conflictos y luchas sociales de diversa índole . La interdependencia de estos problemas es tal que pugnar por conquistas que sólo tomen en consideración demandas sectoriales sin replantear el sistema de generación y distribución eléctrica en su conjunto, puede conducir a la reproducción de injusticias hacia otros sectores y territorios del país. Así, las organizaciones de usuarios de electricidad no pueden exigir tarifas más bajas si estas llegan a costa de la generación de energía barata traída por el despojo y la colonización de comunidades rurales, o gracias al daño del futuro de las próximas generaciones. Igualmente, las luchas por el territorio no pueden exigir un alto total a todos los proyectos energéticos sin proporcionar alternativas para la población mexicana que sufre de carencias energéticas en su día a día. Finalmente, las luchas contra el cambio climático no pueden defender a las energías renovables en favor de un futuro hipotético, si sacrifican a las vidas y los territorios de las comunidades del presente e ignoran las necesidades de las familias precarizadas por los altos costos de la electricidad.


Futuras reflexiones podrían conducirnos a cuestionar y analizar si el alto consumo eléctrico que caracteriza al creciente sector de amenidades urbanas (las mega-plazas, las actividades y el entretenimiento nocturno masivos, entre otros) constituyen realmente un modelo de vida colectiva sostenible. Ante los tiempos que vivimos y que viviremos en las próximas décadas, una de las principales tareas de la izquierda deberá ser proponer agendas con respuestas que puedan superar las contradicciones aquí delineadas. Se trata, sin duda, de una cuestión complicada, pero dado todo lo que está en juego, parece adecuado convocar a abordarla.


Referencias


Imágenes de portada*: https://politica.expansion.mx/presidencia/2020/02/20/gobierno-federal-pide-a-la-fiscalia-de-morelos-aclarar-asesinato-de-samir-flores, https://elmanana.com.mx/se-incrementan-cortes-de-la-cfe-en-nuevo-laredo/, https://www.jornada.com.mx/2019/03/11/sociedad/031n2soc.


[12] Para la historia de la CFE y su papel en el siglo pasado: https://www.cfe.mx/acercacfe/Quienes%20somos/Pages/historia.aspx. Sobre la situación actual del acceso a la electricidad: https://www.milenio.com/negocios/inegi-99-hogares-mexico-energia-electrica.

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